lunes, 27 de junio de 2022

ACTITUD MÉDICA EN LA PRIMERA GUERRA CARLISTA II

 



 Medicamentos

    Había pocos medicamentos y los más utilizados tenían el vino como uno de los componentes principales, empleado también como desinfectante de heridas. El vino con aceite era aplicado en las heridas para limpiarlas (cura Samaritana). Como desinfectante y sobre todo para la futura cicatrización de las heridas, los cirujanos más modernos utilizaron el emplasto o "cura de Malats" ( a base de flor de romero, manzanilla, aceite y bálsamo de Perú), con el efecto añadido de ser hemostático, taponando los puntos sangrantes pequeños. El vinagre también tuvo su lugar en la limpieza de las heridas y fue usado sobre todo por los curanderos. Los aguardientes se consideraban más potentes y eran más caros. También se empleó el laúdano (que contenía opio y era muy apropiado para el dolor y la diarrea); la quinina (importada en sus inicios por los jesuitas de Sudamérica, era muy útil para bajar la fiebre y para combatir la malaria y el paludismo); el vino quinado (con uva moscatel), útil como reconstituyente, abría el apetito; soluciones de algunos metales: el hierro (para la anemia), el cobre (para enfermedades de la piel), el mercurio (contra la sífilis), el yodo (como desinfectante).

    Algunos alimentos se consideraban medicinales como los caldos sustanciosos (a base de gallina), arroz y pan), los tónicos difusibles (con vino, quinina, miel y membrillo), los cocidos poderosos (con garbanzos, verdura y carne), la leche de pantera para la depresión (a base de leche condensada y aguardiente) y el aceite de hígado de bacalao.

    Médicos y curanderos empleaban hierbas y plantas que conocían bien: la corteza de sauce (antirreumático), la dedalera (tonifica el corazón), la cola de caballo (diurético), la melisa y la manzanilla (para la digestión), la belladona (para diarreas), el eucalipto, la menta (inhalaciones respiratorias), la valeriana (relajante), la canela (para expulsar gases), el jengibre (estimulante de órganos sexuales) y la mandrágora (para el dolor de cabeza y ayudar a dormir)

Tratamiento de heridas

    Ante una herida, el simple aspecto de un tejido lesionado ya indica las cualidades del agente traumático. Las heridas por armas de fuego se consideran, por todos los prácticos, mucho más graves que las causadas por instrumentos de otra especie. Se creía que el color lívido y negruzco que presentan las paredes de la herida era una quemadura producida por el calor del proyectil y atribuían los síntomas secundarios a propiedades venenosas del cuerpo vulnerante. Posteriormente se descubrió la falsedad del veneno. El tamaño del proyectil, si es de mayor volumen, su acción se asemeja más a las armas punzantes y por tal motivo su curación es tan rápida como éstas, con mayor probabilidad de éxito. Sin embargo, esta acción desaparece cuando el disparo es a bocajarro, ya que en estos proyectiles los perdigones van reunidos en muy poco espacio y producen estragos enormes. Según aumenta el tamaño del proyectil, su acción se aproxima más a la de los cuerpos contundentes.

    Para los grandes lesionados de balas de cañón y horribles imputaciones, se pusieron en marcha los denominados "hospitales de campaña" o también los "hospitales de sangre", centros improvisados que duraban el tiempo que se combatía en las cercanías, insuficientemente dotados, atendidos por cirujanos de segunda fila. Morían dos tercios de los que ingresaban, por ser más graves y por la poca habilidad de sus cirujanos, principalmente de los reclutas por los carlistas. Por los distintos grados de fuerza o velocidad, las balas de cañón pueden producir contusiones, heridas y arrancamientos o mutilaciones. Los daños que ocasionan son generalmente graves y espantosos y las heridas con frecuencia son mortales. Todo ello corroboraba la necesidad de la imputación, como único recurso y urgencia. Los cirujanos militares más célebres sostenían opiniones muy diversas sobre el tratamiento a seguir. Muchos preferían las ventajas de la imputación inmediata, es decir, antes de desarrollarse los síntomas generales; otros, en cambio, la reprueban. Las amputaciones de miembros, fueron las intervenciones más frecuentes. Estas no debían diferirse, pues en ocasiones la negación de los heridos a ser sometidos a ellas les costaba la vida. Larrey consideraba siempre que fractura del muslo por arma de fuego, era una de las que imperiosamente reclamaban la amputación inmediata. Los heridos con roturas de grandes vasos, sino eran auxiliados al momento, en breve fallecían. A pesar de los peligros, se realizaban operaciones importantes en medio de los combates. Los cirujanos trabajaban a mano descubierta.

    La infección no grave de la herida era la situación más frecuente y casi deseada. La aparición del "pus loable" daba paso a la curación. La actitud más frecuente ante una herida era hacer hemostasia, quitar la suciedad, intentar extraer los proyectiles y dejar las heridas semiabiertas, para esperar una cicatrización diferida. La septicemia mortal, el tétanos y sobre todo  la gangrena eran demasiado frecuentes, y más si se acompañaban de fracturas de los huesos de la zona. La mortalidad de las heridas de las extremidades era muy alta y si afectaban al tórax o abdomen eran casi la norma. Otro tipo de traumas, frecuentes en campaña, eran las luxaciones, que si eran tratadas al momento por personal preparado, curaban bien; pero en caso contrario quedaban con deformidades difíciles de corregir.

    Los Profesores del Cuerpo eran capaces de modificar el proceder operatorio conforme lo exigían las circunstancias. El buen régimen de las curas, el desterrar la práctica de determinadas actuaciones, el no extraer los cuerpos extraños de la primera cura, siempre que no incomodaran ni expusieran al herido a mayores males en espera que la naturaleza los eliminara por medio de supuraciones abundantes, ha sido lo que ha salvado muchas víctimas y restituido a las filas del ejército infinidad de soldados.

 La sanidad carlista

    El general Zumalacáregui desde el principio estuvo preocupado del aspecto sanitario y recibió un gran apoyo de la población. El problema era que el general creía más en los curanderos que en los médicos y carecía de medios. Cabrera desde el principio se empeñó en montar una infraestructura eficaz que no tendría que envidiar a la del lado liberal. En 1837 se creó el cuerpo de Sanidad Militar Carlista, el cuerpo de médicos, cirujanos y farmacéuticos del Ejército del Norte. Cabrera creó, para Aragón y Valencia, una sanidad militar autónoma, tarea en la cual contó, desde 1835, con el catedrático de la universidad de Valencia Juan Pablo Sevilla y con su médico personal, Simón González. Conscientes de sus carencias médicas, los carlistas intentaron promover la formación del personal sanitario durante la contienda para subsanar las deficiencias. Se consiguieron mejoras; pero no las suficientes, faltó tiempo.

    Al inicio de la contienda, la organización hospitalaria carlista fue inexistente. Hasta 1834 la sanidad estuvo a cargo de los familiares de los heridos y enfermos, los cuales recibían los oportunos elementos para la curación en sus propias casas. Quienes no podían hacerlo recibían la hospitalización de caseros carlistas. Las mujeres, con frecuencia, eran quienes desempeñaban labores de cuidado de enfermos y de aprovisionamiento. Los "hospitales aldeas" estaban desperdigados y camuflados, con enfermos menos graves, que no necesitaban grandes remedios. Con el paso del tiempo, se fueron poniendo los cimientos de una organización sanitaria que alcanzaría un importante nivel de coordinación y eficacia. Se establecieron hospitales permanentes en aquellas zonas en las que las tropas carlistas estuvieron consolidadas  en el terreno, en Cantavieja (100 camas), Morella (50 camas), Forcall (100 camas), Cuevas de Castellote (250 camas), Olivar de Estercuel (400 camas para atender a los heridos de Caspe y Alcañiz) y Horta (300 camas para los heridos de Llagostera y Polo), con facultativos, personal subalterno y administrativo (capellán, boticario, cocinero, etc). En Morella se creó el laboratorio central boticario, a cargo de Juan Recuenco, que suministraba medicinas a los demás hospitales.

Conclusiones

    Durante la primera guerra carlista se pusieron los cimientos de una organización sanitaria hasta entonces inexistente. La creación de hospitales cercanos a las zonas de conflicto, más personal médico y mejor preparado para estas situaciones, fueron medidas que supusieron un gran impacto moral en los soldados; pero faltó tiempo para completar estas mejoras.


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Los autores agradecen a la Biblioteca Histórica-Militar y Centro de Historia y Cultura Militar Pirenaico, en la persona del coronel Rafael Matilla, las facilidades dadas para consultar sus fondos bibliográficos.

 


       Artículo publicado en la revista Compromiso y Cultura nº89


domingo, 26 de junio de 2022

ACTITUD MÉDICA EN LA PRIMERA GUERRA CARLISTA I

 



    Al inicio de la primera guerra carlista (otoño de 1833), la cirugía estaba poco desarrollada en España, todavía había muchos cirujanos descendientes de barberos y con escasos conocimientos científicos. La excepción fue la Armada, mediante los Colegios de Cádiz y Barcelona, que tenía organizada la enseñanza para formar cirujanos para la atención de las necesidades de la Marina. Había empezado el período de humanización de la medicina, los ejércitos se preocupaban de la salud de sus soldados aunque no les ofrecían buenos servicios.

    No se conocía la existencia de los gérmenes que contaminaban las heridas, ni sabían nada de antisépticos o antibióticos; pero sabían que la suciedad equivalía a infección y por lo tanto las heridas de guerra había que limpiarlas bien. Se cuestionaban los tratamientos tradicionales como las sangrías o las sanguijuelas. El curanderismo formaba parte del entramado sanador de la época. Numerosos heridos eran abandonados y no recibían atención médica, mientras que otros eran llevados a hospitales sucios, se les daba poca comida y eran puestos junto a enfermos contagiosos, por lo que la mortalidad era altísima.

    Todavía no se había descubierto ni el éter ni el cloroformo. La anestesia habitualmente se hacía a base de aguardiente, whisky o ron, la borrachera inducida, y unas tiras de cuero para que paciente mordiera y chillara menos.. La pérdida de conocimiento por dolor o hemorragia debía ser corta y bien aprovechada por los cirujanos para completar con rapidez y sin dolor las operaciones. En caso contrario sería más difícil recuperar al paciente. Las heridas por arma de fuego podían ser el principio del fin de cualquier soldado, sobre todo si éste no llegaba por sus propios medios al lugar de socorro. Tenían otra posible complicación, la consideraban intoxicación de pólvora, y por tal motivo, había que sacar las balas del interior del cuerpo y abrirlas bien para limpiarlas por completo.

Dominique Larrey

    Dominique Larrey acompañó durante 16 años a Napoleón en calidad de cirujano de la guardia imperial e Inspector del Ejército francés. Estuvo en España en 1808 durante 11 meses. Consiguió en el ejército de Napoleón que sus heridos fueran atendidos por un equipo competente a los 15 minutos de de producirse la lesión. Si un miembro estaba destrozado sin posibilidades de recuperación, se procedía a la imputación en el mismo campo de batalla. Eran amputaciones rápidas de miembros que estaban colgando. La anestesia empleada era la borrachera inducida con ron, una tira de cuero para morder y la aplicación de frío cuando era posible. Larrey hacía personalmente una amputación en un minuto.

    Un segundo tipo de intervenciones que realizaba era descubrimientos de heridas anfractuosas: exploraba la herida, eliminaba los cuerpos extraños y restos necróticos, cohibía las hemorragias, desinfectaba a base de malvavisco y colocaba un apósito impregnado de vino sobre la herida, dejándola muchas veces sin cerrar. Seguidamente inmovilizaba la extremidad lesionada, sobre todo si había fractura. Los heridos se trasladaban en ambulancias volantes diseñadas por el propio Larrey, a hospitales de retaguardia. Se aprovechaba la retirada y los movimientos del ejército para  ponerlas en marcha. Se tardarían muchos años en asimilar las enseñanzas de Larrey y desde luego no sería en la primera guerra carlista. Estas prácticas no estaban en la mente ni en las posibilidades de los ejércitos liberales o carlistas, a pesar de haber avanzado en el acondicionamiento de los establecimientos hospitalarios.

La Sanidad Militar liberal

    Al inicio de la guerra, no se disponía de una infraestructura sanitaria. La buena voluntad y la improvisación suplían las deficiencias del sistema. En abril de 1835, la guerra se estaba prolongando demasiado. Se reclamaban mejoras en la atención de los heridos de guerra, más médicos y más medios. El número de facultativos era escaso. Desde 1832 debían ingresar en la Sanidad Militar por oposición, carrera que ofrecía pocos alicientes. Para paliar esta falta, hubo que recurrir a médicos provisionales, a voluntarios de cuerpos francos (amigos del uniforme)y a practicantes que en muchos casos eran estudiantes de medicina a quienes se ofrecía el tiempo de permanencia en filas como años de escolaridad. Hernández Morejón separó en 1836 las carreras de medicina y cirugía, ello supuso una dualidad de cargos y un aumento de los gastos. Los inspectores de medicina, cirugía y farmacia formaban la Junta Directiva de Sanidad Militar.

    Fue preciso crear un cuerpo facultativo de médicos militares. En 1836, el Inspector Extraordinario Mateo Seoane elaboró un plan sanitario para todo el país, que aunque no llegó a se aprobado por las Cortes españolas, fue texto de referencia para otros planes de países europeos que lo copiaron por ser el único que existía. Mientras no hubo plana mayor facultativa, los heridos y enfermos se dejaban en los pueblos al cuidado de un cirujano sangrador  hasta que pudiesen ser trasladados a los hospitales fijos, que distaban mucho y eran civiles. A principios de 1836, se organizó la plana mayor. Se estableció el servicio de brigadas, se nombraron nuevos Profesores, se crearon botiquines, camillas y se establecieron hospitales de sangre, donde los heridos recibían un mejor auxilio.

 Botiquines

    A principios de 1835, el Ejército del Centro carecía de botiquines. En un simple pañuelo, se llevaban hilos, compresas, vendas y emplastos aglutinantes; y en las pistoleras de las sillas, unos pomitos de cristal con laúdano, azúcar de Saturno, la bolsa portátil y algunos instrumentos que ocupasen muy poco sitio. El sucesor de Mateo Soane, Manuel Codorniu Farreras, diseñó una bolas de campaña para primeras atenciones a los heridos en el campo de batalla. Dicha bolsa contenía; vendas anchas, pañuelos grandes, compresas, vendas imperdibles. La transportaban varios miembros de cualquier batallón con el propósito de utilizarse en caso de necesidad. La bolsa llevaba instrucciones de uso y la idea era que se pudiera inmovilizar un hombro, un brazo y que una herida pudiera llevar un apósito limpio. Fue la primera vez que se sugería la posibilidad de una primera atención en el frente de guerra, algo que llevaban mucho tiempo haciéndolo de manera rutinaria los ejércitos de Napoleón.

    En 1838, los batallones liberales en Aragón fueron provistos de botiquines y de algunas camillas, no completas ni de fácil manejo, creación de los propios oficiales médicos. No existía un material sanitario afecto a las unidades, por lo que cada una de ellas había diseñado botiquines a su gusto, baratos que abultasen poco de bajo peso y se utilizaban las caballerías requisadas en los pueblos cuando no disponían de mulas propias. A veces el botiquín era una caja o maleta a cargo de un practicante o soldado con disposición para el oficio. En el Norte, cada batallón liberal empezó a disponer de 8 camillas o parihuelas, según el manual de campaña de Percy. En Aragón, fueron más ligeras reducidas a unas varias sin conteras ni pies.

Operaciones durante el combate y evacuación de heridos

    La primera guerra carlista se caracterizó por la gran movilidad de los contendientes por terrenos accidentados y frecuentes escaramuzas. Las columnas gubernamentales debían moverse por zonas que con frecuencia estaban controladas por los carlistas y que además gozaban del apoyo de la población civil. Estas confrontaciones dificultaban la evacuación de los heridos a los hospitales.

    Los heridos liberales, en las escaramuzas de guerra eran curados en el mismo sitio de la acción, pues no se podía establecer un hospital de sangre, por falta de practicantes, botiquines y por la inseguridad del territorio por el que se movían. Los pueblos facilitaban los medios de transporte que tenían a mano, prestando las camillas de sus hospitales de beneficencia, parihuelas y féretros de las parroquias. Si los caminos eran buenos, se empleaban carros agrícolas formando convoyes protegidos por escoltas militares hasta que llegaba a un punto fortificado que dispusiera de hospitales. A veces los heridos permanecían 3 o 4 días en los primeros carros y si iban en camillas, lo hacían en las iglesias y principales edificios que encontraban a su paso, para lo cual los vecinos prestaban sus colchones y jergones. Se aprovechaba esa pausa para examinar los vendajes, hacer curas y las operaciones más urgentes.

    Para la campaña del general Oraá contra Morella en agosto de 1838, los liberales montaron un hospital militar en Alcañiz, en previsión de los heridos que se producirían. Los liberales levantaron hospitales de campaña o itinerantes, establecidos en zonas próximas a las líneas de fuego o combate, lo que permitió una atención inmediata a los heridos (frente de Morella).



    Artículo publicado en la revista Compromiso y Cultura nº 89